Clima y cambios

Me crié en un pueblo en el que los veranos siempre han sido extremadamente calurosos, aunque no recuerdo ser consciente del calor, ni siquiera cuando salía a jugar por las tardes en julio y agosto y pasaba horas en la calle. Sí que recuerdo que algunas tardes salía durante la sobremesa, cuando no había absolutamente nadie por las calles, a casa de algún amigo, e iba caminando buscando siempre la sombra.

Pero no fui consciente del calor tan abrumador hasta que me fui a vivir a otras partes del país. Entonces, cuando volvía a visitar a la familia durante los meses de verano y salía del autobús o del coche y notaba el aire caliente en la cara pensaba “ya estoy en casa”. Igual que cuando en invierno notaba el olor a humo de madera de olivo en el ambiente.

El caso es que esa temperatura siempre me pareció algo natural, parte de la estación. Estos últimos años estoy notando esas mismas temperaturas en verano en la ciudad donde vivo ahora, en la que recordaba hasta no hace mucho unos veranos algo más agradables. No quiero ni pensar cómo se estará en esos momentos en el pueblo. Supongo que, como siempre, con todo el mundo encerrado en casa.

A pesar del calor no recuerdo haberme sentido “amenazado” por él cuando era pequeño. Simplemente nos adaptábamos. Si no había aire acondicionado, dormíamos sobre un colchón en el suelo frente a la ventana abierta, hacíamos polos, nos refrescábamos. Era sencillo. Es distinto cuando, pese a la temperatura, tienes que trabajar y mantener la concentración mientras sudas. Creo que ahora me costaría volver a una vida sin aire acondicionado.

No sé si realmente nos dirigimos o no hacia una espiral de desastres climáticos sin solución. Creo sinceramente que somos demasiado insignificantes como para comprender ciertas cosas a escala macroscópica y que nos damos demasiada importancia como especie. Pero sí que sé que cada verano aquí se me hace más difícil. Primero porque las olas de calor aquí vienen acompañadas de nubes de polvo. En mi pueblo, al menos el aire era limpio por mucho calor que hiciera. Segundo, y lo que para mí sí que es una diferencia notable, por la luz. Hasta bien entrada la tarde, toda la luz solar que llega es blanca, fulgurante e implacable. No hay dónde esconderse, es cegadora. Ni un matiz amarillo o anaranjado. Parece como la luz estéril de un laboratorio pero cambiando la frialdad por pura y amenazante radiación energética. Hace ya tiempo que recurro a unas gafas de sol con cristales marrones que, por lo menos, añaden algo de calidez sepia a todo.

No echo de menos muchas cosas del pueblo donde crecí, sobre todo porque ya todo ha cambiado allí, pero volvería a esos veranos sin dudarlo.

Gracias por venir y cuidado con la radiación UV.